El día 25 de diciembre se celebraba en el imperio romano la fiesta del Sol Invicto, introducida por el emperador Aureliano en el año 275. San Agustín, que por supuesto no ignoraba esa costumbre pagana, aprovechaba la celebración cristiana del nacimiento de Cristo para reunir a la congregación y así alejar a los fieles de Hipona de la celebración pagana que se realizaba el mismo día. En unos de sus varios sermones navideños1, Agustín dice:
Este día no lo ha hecho sagrado para nosotros este sol visible, sino su creador invisible, cuando una virgen madre, de sus entrañas fecundas y virginalmente íntegras, trajo al mundo a su creador invisible, hecho visible para nosotros (Sermón 186).
Para Agustín, la celebración del nacimiento del Señor es el centro del 25 de diciembre:
Un año más ha brillado para nosotros -y hemos de celebrarlo hoy- el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo (Sermón 184).
Además, este nacimiento que se celebra es el humano, que tuvo lugar en el tiempo, y no el divino, que tuvo lugar en la eternidad:
Celebremos, por tanto, ¡oh cristianos!, no el día de su nacimiento divino, sino del humano, es decir, el día en que se amoldó a nosotros, para que, por mediación del invisible hecho visible, pasemos de las cosas visibles a las invisibles. Conforme a la fe católica, debemos reafirmar los dos nacimientos del Señor: uno divino y otro humano; aquél fuera del tiempo, éste en el tiempo; ambos asombrosos: el primero, sin madre; el segundo, sin padre (Sermón 190).
Este nacimiento humano fue por medio de su madre, la virgen María, la cual tiene un lugar especial en los sermones navideños de Agustín. Antes de nacer de ella, él ya existía, pero «se hizo una madre» para hacerse hombre: «Al nacer de una virgen comenzó a ser hijo del hombre. De esta manera, a la divinidad del hijo se añadió la humanidad» (Sermón 186). Asimismo, este día de reflexión navideña inspiraría más de un pensamiento bello en Agustín sobre el niño que era Dios:
Los profetas pregonaron que el creador de cielo y tierra iba a aparecer en la tierra entre los hombres; el ángel anunció que el creador de la carne y del espíritu vendría en la carne. Juan saludó desde el seno al Salvador, que estaba también en el seno; el anciano Simeón reconoció a Dios en el niño que no hablaba; la viuda Ana, a la virgen madre. Estos son los testigos de tu nacimiento, señor Jesús, antes de que las olas se te sometiesen cuando las pisabas y las mandabas calmarse; antes de que el viento se callase por orden tuya, que el muerto volviese a la vida ante tu llamada, que el sol se oscureciese al morir tú, que la tierra se estremeciese al resucitar, que el cielo se abriese en tu ascensión; antes de que hicieses estas y otras maravillas en la edad juvenil de tu cuerpo. Aún te llevaban los brazos de tu madre y ya eras reconocido como Señor del orbe. Tú eras un niño pequeño de la raza de Israel, y tú también el Emmanuel, el Dios con nosotros (Sermón 369).
Como se ha visto, el día de navidad (25 de diciembre), en tiempos de Agustín, estaba «consagrado» a la reflexión del nacimiento humano del Señor. En este día, los fieles de Hipona asistían a la iglesia para escuchar los sermones sobre la natividad, leer la historia del nacimiento en los evangelios y cantar salmos. Era un tiempo total de reflexión navideña. Nosotros, en nuestras casas e iglesias, haríamos bien en seguir este ejemplo histórico de celebración navideña. El día no se trata de nosotros, ni de nuestras costumbres y comidas, que, aunque podemos disfrutarlas, no deben reemplazar lo que hoy se celebra. Tampoco se trata de que guardemos supersticiosamente un día, como si en este hubiese algún tipo de gracia o poder. Para celebrar la navidad solo necesitamos conmemorar y reflexionar sobre el nacimiento del Señor, ¿y qué mejores medios que la predicación, lectura y canto de las Escrituras y de aquellos textos que especialmente nos hablan del nacimiento de nuestro Señor? En fin, como dice Agustín: «Alabemos, amemos y adoremos este nacimiento, cuya fecha celebramos hoy; el nacimiento por el que se dignó venir a través de Israel y hacerse Emmanuel».